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Un amanecer de finales de abril

  • Foto del escritor: Luis Restrepo
    Luis Restrepo
  • 19 oct 2020
  • 7 Min. de lectura


Un amanecer de finales de abril. Una mañana de invierno, hace muchos años. La cocina de una casa campesina allá en la vereda El Limón cercana a ese pueblo pequeño e infierno grande llamado Campamento.

Ahí está la María Dolores arrastrando su ancianidad y observando la vida a través de los lentes gruesos que dejan casi invisibles sus ojos marchitos. En sus labios aprieta un cigarro mientras atiza el fogón de leña para despachar los niños a la escuela. Sobre un aparador, en la pared baharecuda, relucen las ollas. Trémula, una llamita en vela casi derretida, cuasi ilumina a la Virgen de las Misericordias. Una banqueta, un granero de madera de color incierto y un viejo pilón más de recuerdo que de verdadero uso, destácanse del cocinal amoblamiento

En su blancura, la anciana sostiene el cabello con una peineta, mientras los pliegues de la piel de su rostro denotan la octogeniares de su existencia. Calza zapatos de lona ruñidos en la punta y una ruanita oscura de donde saca sus manitas de huesos y falanges en máxima evidencia. Debido a una enfermedad senil su espalda sufre un proceso de irreversible de encorvamiento, da la impresión de siempre mirar al suelo.

¡Oh, madre mía!, exclama enderezando con dificultad su encorvado cuerpo para dirigir la mirada hacia las alturas del cielo, - que no son más que las maderas tiznadas del techo ­ - ¡Llegó el tiempo de los aniversarios!

La persona a quien habla soy yo. Tengo ocho años ella ochenta y pico. Somos parientes muy lejanos, y hemos coexistido casi de vecinos, ella en el campo yo en el pueblo.

Viven en la casa otros dos ancianos, Licinio a quien llaman Pataleto y Graciela de los Angeles, Gracielita, hermanos célibes de María Dolores. También dos nietos, Ramón Higinio e Isabelita. Si, son los únicos sobrevivientes de la parentela de la vieja, donde antes se contaron diez hijos, once hermanos y muchos nietos, según lo que puedo recordar. Me llama Memo, en recuerdo de su primer hijo muerto, lo tuvo de apenas catorce años, cuando era casi una niña, ahora es todavía una niña.

De niñez temblando, conozco a Arnulfo y a Mariana. Esculco la memoria: barbas y cara salpicada de huecos al parecer de acné. Cuerpo de grandes dimensiones embutido en pantalones estrechos, botas hasta media pierna. Da la impresión de darse ínfulas de ser muy importante e inteligente.

Ella, rostro provisto de un halo de dulzura e inocencia estimula mi libido en ciernes, cabellos apretados con cinta roja en cola de caballo caen hasta la mitad de la espalda. Luce trajes adornados con cinturones y encajes en sus idas al pueblo. Ambos se enrolan en la subversión. Ahí comienza el problema.

Arnulfol pierde su nombre, pasa a llamarse el Comandante Efrén. Mariana, adquiere el remoquete de La Tusa, por haberse convertido en la amante de un jefe de finanzas a quien apodaban El Tuso.

Lo recordé antes de levantarme – dice mientras sopla el fogón- en abril me mataron a los muchachos, en abril murió mi esposo Melquisedec, en abril murió mi abuela Doloritas y mi madre Ana Josefa. Abril es el mes de mis pesadumbres, de mis ausencias y de mis soledades. ¡Bendito sea mi Dios!.

A María Dolores siempre la vi vestida de luto. Los domingos, acicalada de seda y manto, puestos sus zapatos de charol se iba para el pueblo, asistía a la misa mayor y visitaba sus parientes provista siempre de presentes: matas, limones, coles, panela, cilantro. Nunca vio una película ni asistió a un restaurante, no se alejó a más de treinta kilómetros de su casa. No leyó más que novenarios y su fe era a toda prueba.

Después de comer y antes de acostarse rezaba el rosario en unión de toda la familia hasta quedar completamente sola, entonces ella misma se respondía su rosario. La vieja María Dolores jamás le deseo un mal a nadie y compartió con generosidad su despensa con los más pobres.

Fue un último día de abril cuando murió don Melquisedec, aún recuerdo aquel velorio, tal vez el primero que presencié en mi vida. ¡Ah! y su cadáver que se grabó en mi mente como la más cruel de las situaciones a la que tarde o temprano se tiene que enfrentar todo ser humano. Allí frente a ese ataúd con la tapa abierta, cuatro sirios cuasi iluminaban ese cuerpo amortajado de habito carmelita, despojo de un cáncer devorador que le dejó el estómago en una hondonada donde casi se ocultaban sus manos entrelazadas.

Sí, frente a ese rostro pálido y chupado de un desfallecer provisto de lentitud y tormentos , yo de escasos seis años, tomé conciencia de la realidad de la muerte, de que la vida es una batalla que siempre se pierde.

Un veinte de abril, El comandante Efrén dirige la toma de su propio pueblo, con cilindros de gas lo semidestruyen, no respetan ni la iglesia, ni la escuela, ni el asilo de ancianos, quedan derruidos al igual que el comando de policía, la alcaldía y el banco.

Sobre la esfinge del Señor Caído cae un muro, lo deja sin cabeza y más caído que nunca. De heridas e infartos seis ancianos vuelan a la ignota región de la parca, los demás, no sé cuantos, de terror, angustia y desengaño poco tiempo después.

Apenas siete policías defienden el pueblo. A las once de la noche se inicia el ataque, casi al amanecer termina. Pasa la hecatombe, a su monte huyen los sediciosos. Atravesados por las balas, quedan en la plaza los cadáveres de dos adolescentes, casi imberbes, a quienes apenas comenzaba a despuntar el bozo. En las ruinas del Comando, destrozados por la acción de los cilindros y la metralla yacen los cuerpos de cinco de los uniformados.

Pero después de toda acción viene la reacción. Con el escampe de un lloriqueo de lluvia la mañana de un treinta de abril marca las cuatro. Con las culatas de los fusiles Los Paras derriban la puerta, a empellones e improperios y sin permitir vestirse, sacan al patio a José Antonio, a Melquisedec chiquito, a Gregorio y a Isabel. La María Dolores corre al oratorio, trémula se arrodilla, con vehemencia eleva plegarias. Mientras el corazón de Jesús desde la pared la mira impasible, en el patio se desarrolla la acción macabra.

Así, en paños menores, los estrangulan con alambres de púas. Gruesas manos provistas de machetes en filo cercenan cabezas y extremidades. De agua y sangre la humedad oscurece el suelo bermejo del patio; por la acequia que lo desagua, un arroyuelo teñido de rojo desciende al río.

También a improperios y a empellones, del reclinatorio levantan a María Dolores, al patio la llevan, presencia las carnes maltrechas de sus hijos. Un desmayo le procura sentir con levedad los escupitajos de palabras y salivas. Hija de perra, madre de subversivos, gargajean los homicidas mientras se alejan.

Aquella madrugada de abril, en esa parcelita de la vereda El Limón, sólo quedan con vida los tres ancianos y los dos pequeños hijos de Isabel. A ellos, sólo a ellos les corresponderá velar por el cafetal, las cinco vacas, los tres terneros y la marrana de cría con sus seis puerquitos recién paridos.

Y recordé a José María Obando. Pero, ¿qué tiene que ver un expresidente del siglo XIX con la María Dolores? Compartieron un paralelo sino doloroso de mes. En abril Obando toma posesión del mando, en abril lo derroca José María Melo, en abril lo destituye el Congreso y un atardecer de finales de abril , al batallar a favor de su ex-enemigo Tomás Cipriano de Mosquera, cae con su cabalgadura en una zanja, el caballo logra huir, queda a merced de sus enemigos. Cinco lanzas penetran su cuerpo, desfigúranle el rostro, destrózanle viseras, pulmones, hígados... la vida, con ella desengaños y angustias.

Sin embargo, Fátima Eloisa la hija mayor de María Dolores no muere en abril, fallece un marzo. Vivía con su esposo Jesús Emilio y dos de sus cuatro hijos en una vereda cercana, en finca de cuarenta cuadras, hato y sembrados. Como Ricaurte en San Mateo, en átomos volando, Fátima Eloisa se aleja de la vida.

No muchos meses después del episodio de sus hermanos, dos hombres la sacan de la casa, la atan de un árbol y le sujetan una bomba al cuello. Se cumple el plazo de seis horas para entregar varios millones, se escucha, entonces, la detonación.

Según acabo de indagar, Pataleto y Gracielita se le adelantaron a la María Dolores algunos meses; no pude saber de qué murieron, creo que la violencia los dejó morir de viejos, pero de una vejez, supongo, cargada de penas, carencias, soledades y achaques.

De última le corresponde abandonar la vida y el dolor. Fue un rayo. Un amanecer de finales de abril enlutado el cielo ruge, a cántaros llora. Con el cuerpo en su máximo encorvamiento, la lengua tragada, la peineta zafada y las canas chamuscadas queda la anciana tendida en el patio de suelo bermejo, el mismo donde descuartizados quedaron los cuerpos de sus hijos.

Por estos días, indagué también si Isabelita y Ramón Higinio aún existían. En verdad tuvieron No Futuro, que más se podía esperar. Ramón Higinio sale de la adolescencia, entra a un grupo armado. Nada se ha vuelto a saber de él. Un puñal da al traste con la vida de Isabelita. Ocurre en un enredo amoroso, que no me saben explicar, me aseguran unos que ella fue infiel otros que no, nunca se sabrá y ¿para qué saberlo?.

Después de tantas y tantas distancias y ausencias, como el retorno en parábola, hoy he regresado a la granja que fue de María Dolores. Por el tiempo y el abandono, derruida yace la casona donde nacieron y crecieron los hijos, la construida en tapias, tejas y bahareque, la que estuvo engalanada con hortensias, sanjuaquines, azaleas, begonias y flores de azahar, la que tuvo blanquimento, seis piezas, corredores, patio, cocina y oratorio con altar.

Atacadas por vegetación de selva, sólo dos tapias permanecen sin venirse al suelo. Un sombrío monumento a la desolación imprimen los enhiestos vestigios en la retina de mis ojos, mientras se anegan de nostalgia y lagrimas.

¿ Y qué fue de la vida de El comandante Efrén y de La Tusa? Nadie dice nada, el diablo lo sabrá.


 
 
 

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