La Calle del Negro Parra
- Luis Restrepo
- 29 oct 2020
- 31 Min. de lectura

Un cuento de tierra fría
LA CALLE DEL NEGRO PARRA
I. CUADRA
El dentista
La calle en su empinamiento asciende hacia el verde de las montañas, murallas de ese pueblo de nombre piadoso: Rinconsanto, de atmósfera fría cargada de sonidos de campanas iglesudas, rezos de aurora, de días y de noches con solapados murmullos de pasión.
Tapias centenarias levantan sus dos pisos y sus séxtuples balcones lucen engalanados de macetas floridas y melenas danzarinas. Posee dos patios hondos, siete piezas, comedor, cocina, cuarto de aparejos y solar de cien varas con una alberca para baños. Es la casa del dentista Joaquín Emilio Parra, “El Negro Parra”, y su familia.
En uno de los siete cuartos, contiguo al comedor, funciona el gabinete de “El Sacamuelas”, apodo asignado por los niños del pueblo. Mesas y estantes atiborrados de frascos, pastas, mejorales y cajas de dientes; una silla reclinatoria, dos taburetes de madera y cuero, toallas y delantales salpicados de sangre colgados de un perchero de cuernos de vaca, conforman la parafernalia dentisterial.
Varios cuadros, con figuras de santos y de aves en vuelo, con sus láminas y marcos maltrechos, tratan de disimular, sin lograrlo, las grietas y las telarañas de las paredes. El corredor entablado y enchambranado con macanas, con tres sillones destripados por el peso de nalgas y de años y algunas banquetas, dan formalidad a la desesperante sala de espera.
Por ancianos postes, desde la humedad pedregosa del patio hondo, ascienden las trepadoras. Sus hojas acorazonadas (donde pululaban las babosas) se trenzan en los barandales y un olor profundo a cloroformo y a sangre escupida, complementan la atmósfera de la singular dentistería, con algo de horror y misterio.
“El Negro Parra” reúne involuntariamente elementos y desproporciones suficientes para suscitar terror en los niños y hasta en los adultos: voz gutural, figura oscura y redonda, nariz gigante con forúnculos, ojos brotados, rutilantes dientes de oro, bata blanca y gatillo en mano.
Durante la jornada del día, que comienza a las 7 de la mañana y, cuando cae la noche, termina, por los corredores entablados de la casa se siente el pisar de los pacientes que llegan o se van. En la dentistería, la reclinatoria chirrea y los pacientes chillan, mientras con gatillos, garfios y agujas, el “Negro Parra” los libera de sus cariadas piezas dentales.
La sacada de una muela
El siete de abril, día de su cumpleaños número siete, Aldemar Ignacio Sierra Londoño,“Nachito”, cumple tres días de no poder dormir a causa de una muela que le ha inflamado la mejilla izquierda y le ha dejado los ojos colorados de tanto llanto. El ocho, a las ocho de la mañana, doña Hortensia, su madre, lo conduce de la mano, recién bañadito, a la casa de balcones y macetas floridas de la esquina. Temblando sube las escaleras y camina hacía el gabinete del terrible “Sacamuelas”. En los tres sillones asientan sus posaderas tres regordetas damas. Les toca la espera en una de las banquetas de duro y penitente asiento.
El pánico lo oprime estimulado por los gritos de otros pacientes. Los minutos parecen siglos. Trémulo en sus extremidades, “Nachito” trata de sustraerse de las circunstancias fijando su atención en las babosas. Observa cómo dejan su rastro húmedo en su lento transcurrir sobre las hojas acorazonadas de las enredaderas del enchambrado y piensa con envidia ‘ a las babosas no les tienen que sacar las muelas’. Luego ve con tristeza cómo doña Ifigenia (la esposa del dentista) las cubre de sal para que no se le metan en el resto de la casa.
Le llega el turno. Trata de correr, pero “El Negro Parra” lo agarra de una mano. El pánico lo invade. ‘Venga que no le va a doler’, le dice su madre con ternura. Ya vencido se deja llevar. El corpulento “Sacamuelas” lo carga y lo asienta en la reclinatoria que chirrea más fuerte que los quejidos de “Nachito ”.
El niño se resiste a abrir la boca. Su madre le ruega, le insiste que no le va a doler y le promete dinero para comprar golosinas. El hombrecito saca guapura y abre su cavidad oral. ¿Cuál es la qué le duele? -pregunta el dentista. Con la misma lengua la señala, pero cierra la boca. El dentista ya sabe cuál es.
La madre le ruega de nuevo: ‘abra la boca, “Nachito” o ¿quiere seguir padeciendo todas las noches ese dolor’? El muchacho reflexiona un poco. “El Negro Parra” lo mira expectante con el gatillo. Obedece. El instrumento agarra la muela, experimenta un dolor que le baja de la cabeza a los pies, siente que no aguanta. “El Sacamuelas” forcejea y forcejea y la muela ni se mueve. El dentista sigue halando, suda, sus ojos parecen que se le fueran a salir de sus cuencas. Se afinca en la reclinatoria, vuelve y hala. El dolor sobrepasa las fuerzas de la criatura, la sangre moja su lengua, se escurre por el mentón y cae sobre sus manitas que aprieta, ya sin fuerzas.
El niño palidece, el deliquio lo obnubila. La muela, aunque ha cedido un poco, continúa aferrada. Trata de gritar y de correr, pero carece de fuerzas. ‘Qué muela tan ranchada’ -masculla “El Negro Parra” como con rabia-. Hace otro esfuerzo, otro y otro. Al fin sale el molar. Con su mano derecha alza el gatillo y exhibe la pieza con sus inmensas patas, cual trofeo después de una gran victoria.
Dos días después. Fue la madrugada de un Domingo de Ramos, Beatriz, la hija menor de Joaquín Emilio Parra, escucha un ruido en al baño y se levanta. Allí lo encuentra semidesnudo tendido boca arriba, con los ojos abiertos y blancuzcos y con una mueca de dolor reflejada en sus labios fruncidos y babeantes. Acababa de expirar de un infarto.
Ha muerto el dentista a sus 67 años y el inconsciente colectivo, en memoria tal vez de los dolores que sintieron por la acción de las fuerzas y gatillos de Joaquín Emilio Parra, comenzaron a llamar la falda con el nombre de “La Calle del Negro Parra”.
Gentes de la cuadra
Don Rodrigo Sierra, el padre; doña Hortencia Londoño, la madre; Mabel Lucía, la hija mayor. Le siguen Gabriel Jaime, Rodrigo José y Aldemar Ignacio. De verde es el color de la casa donde esta familia vive. Como casi todas las casas del pueblo, cuenta con su zaguán y contra portón. De dos alas y tallada en arabescos es la puerta de la calle. De maderos torneados, ventanas tiene tres. Sus piezas y corredores entablados son. No cuenta con solar, pero sembrados de flores y arbustos, patios, tiene dos.
En “La Calle del Negro Parra” también habita la familia Ortega Rodríguez: Antonio, el padre; Ester, la madre; Roberto Antonio, el mayor. Le siguen, Sara Ruth, Gloria Ester, Manuel de Jesús, Luis Fernando, Jaime Alberto, Juan Gonzalo, Julio César, Nelson Alfonso y Elisa Luz, “La Niña”. Este hogar ocupa la casa roja, queda al frente de la verde. De madera tallada, cuatro son sus ventanas. En piso de cemento pulido tiene sus cinco sus piezas y embaldosados los corredores. Sembrado de ochuvas, papayos, cidras, victorias y moras, sembrado está su solar de cincuenta varas.
La familia Medina Trujillo. Padres: don Evergistro y misiá Maruja, hijos: Carolina, Tulio y Carlos Arturo. Puertas y ventanas en madera pintadas de gris distinguen la casa. Piezas y corredores baldosas lucen. El patio marquesina tiene. Revocado de cemento es el frente. Pequeño es el solar, pero de dos eras, es mucha la cebolla, el cilantro y las coles que recogen.
El matrimonio de Nacianceno Echeverry y María de las Rosas Arango y su prole: Gustavo, Eduardo, Reina, Carlos Alberto, Blanca, Raúl, Sofía, Rubén. Iván Darío, el menor es apodado “El Ñato”. Blanco es el color de la casa. Semejantes a las de las otras familias son sus corredores, piezas y ventanas. Se diferencia de las demás en que tiene garaje. Para guardar el automóvil, un Ford rojo, de la sala han sacado un suficiente espacio.
En la misma cuadra y en parecida casa, pero pintada de azul vive otra familia. Es la de los esposos Sabulón Gutiérrez (fallecido) y Susana Lopera: Amelia, José, Hildebrando, Dolly, Mateo y Horacio son sus hijos.
La señorita Consuelo y “La Pecosa”
Sin nupcias contraídas y sin parientes cercanos, la señorita Consuelo Palacio, encargada de la oficina de correos de Rinconsanto, también vive en la cuadra. La pintura, o mejor, la despintura de la casa, evoca el color de lo viejo o de lo antiguo. La tapia blanqueada caracteriza el frente de la casa. Tiene un alero, de donde se agarran varios cables eléctricos. A la puerta, de dos alas, la adornan arabescos tallados. De sus tres ventanas, sobresalen sus maderas torneadas. Los pisos de las piezas y corredores son de tabla. No tiene solar, pero si dos patios, donde florecen jazmines, bifloras, begonias, novios, cartuchos y hortensias.
Se acompaña esta dama de un gato blanco de angora raza. También se sirve de los oficios de una joven llamada Virgelina. Sobresale, ella, por sus cabellos rubios y crespos y por sus prominentes senos. Sus pequeños ojos, algo desviados, y su naricita chata, dan la sensación de ocultarse en millares de punticos cafés, dispersos sobre la exagerada blancura de su rostro.
La llaman “La Pecosa” y ejerce la función de recadera de mensajes amorosos. Es así como carga la fama de ser alcahueta de noviazgos y amancebamientos en la cuadra y alrededores. Según comentarios de barriada, se deja acariciar los senos.
En cierta ocasión, Carlos Arturo, el hijo de don Evergistro, en un arrebato de esos algo meditativos e intempestivos a la vez, que se presentan en las incipientes pasiones de la adolescencia, trató de llegar con su mano derecha a un seno virgelino, pero sólo consiguió un fuerte arañazo y 40 correazos de su padre, después de la respectiva queja de la ofendida. Virgelina tiene un novio del campo llamado Emiliano. Él la visita todos los domingos ataviado de sombrero, ruana, machete y botas de caucho malolientes.
“La Calle del Negro Parra” en las noches se convierte en escenario y pista de todos los juegos que la imaginación infantil hace posibles: “escondidijos”, golosa, apuestas de carrera, trompos, valeros... A “Lisa” y a “Nachito” siempre se les ve juntos; Carlos Arturo Medina, Iván Darío Echeverry, “El Ñato”, y Horacio Gutiérrez, los mejores amigos de “Nachito”, los acosa la envidia que Sierra haya conquistado la más bella de la cuadra, por la que todos suspiran.
“Lisa”, de nueve años, cursa tercero de primaria en la escuela Rosenda Torres y les gana en estatura a todos los muchachos; Aldemar Ignacio, de diez asiste a cuarto en la Concentración Pedro Pablo Betancur, sus dientes recién mudados parecen no caber en su boca. Siempre viste de pantalones largos y se destaca por su inteligencia y desorden.
Iván Darío, “El Ñato”, es el mayor (once años) lo visten de pantalones cortos y sólo los domingos o días de fiesta lo encachacan con los largos. Se caracteriza por su aseo personal y su desaplicación en la escuela. Carlos Arturo cuenta con diez años y sigue el curso cuarto en la Escuela Epifanio Quijano. Sufre enconos y verrugas y tiene el no muy decoroso vicio de hurgarse continuamente la nariz con los dedos. Es el intrépido de la gallada, se le mide a todo.
Horacio Gutiérrez es el prototipo del santurrón, lo ponen de ejemplo. Pero posee un mentón tan desproporcionado y una voz, que parece no salir de la boca, sino de la nariz; defectos que lo convierten irremediablemente en un ser poco advertido por las mujeres. Para acabar de ajustar, lo ataca una hepatitis. Por la enfermedad, tienen que retirarlo de la escuela. Y lo peor, la ictericia le desentona la piel de un amarillo pálido, que acentúa su fealdad e intensifica su mala suerte con el bello sexo.
Luto en la Cuadra
Exaltados gritos dan al traste con el sosiego de ese mediodía. Los vecinos interrumpen el almuerzo y en carrera salen de sus casas preguntándose: ¿qué sucedió?, ¿Qué sucedió? Aldemar Ignacio, que almuerza, escucha la algarabía. Suelta la taza de donde toma sorbos de leche tibia, y corre hacia la calle. Allí se percata de que el escándalo proviene de la casa del frente, la casa de “Lisa”.
Los gritos y gemidos dan la impresión de ser emitidos por gargantas poseídas de paroxismo e histeria. El ambiente es de pánico y confusión. El chico, como todo el vecindario, se dirige hacia el lugar del escándalo. En el zaguán tropieza con “Lisa”, que corre en dirección contraria, vestida con su uniforme de cuadros verdes. El impacto los estremece, pero se incorporan al instante. La niña entre abrazos, gritos y gemidos, le hace saber sobre el terrible drama familiar que acaba de suceder.
Más que por los desesperos de la chica, “Nachito”se deja llevar por la carrera expectante de los vecinos. De repente, se encuentra en el cuarto del padre de Elisa Luz. Lo observa tendido en la cama boca-arriba con el rostro pálido casi verde, los ojos abiertos y blancuzcos, la boca y el mentón empapados de una baba oscura y con una de sus manos caída fuera de la cama cerca al piso y a una taza volteada, semejante a la que acaba de soltar con su sobremesa.
En pocos segundos llega el médico Bernardo Alvarez. Sudoroso termina de aplicarle un masaje cardíaco. A medida que lo examina con el estetoscopio, con movimientos de cabeza expresa un NO rotundo. Observa la taza en el piso y con cierta repugnancia la acerca hasta sus fosas nasales. La entrega luego a Roberto Antonio diciéndole: ‘Lávenla muy bien, es Folidol. ¡Ya no hay nada qué hacer!”. Acosado por deudas el padre y esposo, ha decidido despedirse de este mundo. Deja diez hijos y una viuda.
El tener que morir cubre de angustia existencial a los mayores y menores de “La Calle del Negro Parra”. La impresión de la orfandad, la viudez y los funerales con toda su parafernalia, los deja cargados de pesadumbre y de dudas, que los hace pensar y a reflexionar.
Los niños reducen sus juegos. Adultos y pequeños se entregan a la oración y a dormir en horas tempranas. Los cementerios, los cadáveres y las coronas de flores, aparecen en sus profundidades oníricas. Sólo el tiempo comienza a normalizar los sueños y el ambiente.
El cándido noviazgo continúa. Donde la pasión sólo se manifiesta con besos furtivos que el galán le da a la dama en la mejilla y con cogiditas de mano, cuando pasan una esquina o saltan de una acera. Los dulces son las delicias de “Lisa” y el prometido, de vez en cuando, se le aparece con un bombón o una chocolatina. Ella le ofrenda ochuvas cogidas del solar de su casa o pedazos de torta desharinada que, a hurtadillas, saca de la alacena de doña Ester, su madre.
Termina el año lectivo. Elisa Luz, a pesar de la tragedia de su hogar, gana el año; “Nachito”, quien sufre de “numerofobia recalcitrante”, queda habilitando matemáticas: “El Ñato” reprueba de nuevo el cuarto de primaria; Carlos Arturo se queda en lenguaje. A Horacio, sólo se lo ve en la calle cuando hace las diligencias de su hogar, como comprar la leche o ir al correo. A su complejo de cumbambón, se le ha agregado otro ingrediente desde que sufrió la hepatitis: el de su color amarillo. Es así como, después de retirarse de la escuela, se aleja también de sus amigos, seguramente, para evitar chanzas. Se convierte el hombre en una especie de fantasma amarillo.
Ha comenzado diciembre y con él las vacaciones. Los novios se sienten felices. En las tardes van de paseo para la manga del asilo o a jugar a la cancha del Seminario en compañía de “El Ñato”, Carlos Arturo, Horacio y otros amiguitos. En las noches, se divierten en las calles o en sus casas, perfeccionan sus conocimientos en dominó, ajedrez y naipe.
Gozan de esta plenitud cuando un “amigo” le comenta a “Lisa” de unas supuestas indecencias de “Nachito “. Ella, sin decirle nada, asume una actitud seca y cortante frente a él. Afortunadamente, la crisis dura poco, sólo tres días. Después de un diálogo, se descubre la perfidia, el embaucador queda mal y el fin que buscaba resulta contraproducente, pues la parejita siente más afianzada su amistad y amor después del embrollo.
Pero como sucede en la mayoría de las relaciones afectivas, cuando no son las malas lenguas, otros motivos se oponen al curso deseado. Pocos días después del referido enredo, se presentan dos circunstancias que los alejan hasta donde ellos jamás lo imaginaron.
En aquellos días, le aparecen a Elisa Luz unas rosetas por todo el cuerpo. Su familia la somete a cuarentena y ni a “Nachito” ni a nadie le permiten visitarla. La niña padece de sarampión. Y mientras la prometida, febril y amoratada pasa la reclusión en su cuarto, los padres del novio deciden enviarlo a la capital donde sus abuelos, para que el tío Francisco Luis, profesor de aritmética jubilado, le dicte clases durante el resto de las vacaciones, a fin de prepararlo para la habilitación que le corresponde presentar a mediados de enero.
El mozuelo se va regañadientes y con los ojos llorosos. Sin potestad para oponer resistencia, deja a su amada en su lecho de enferma. A cuestas lleva, una congoja sin despedida. Lo que presiente del resto de sus vacaciones se hace realidad: constantes lecciones de aritmética, dictadas por su tío regañón. Repase y repase restas, sumas, divisiones, multiplicaciones y quebrados, bajo la militar orden de no ir a reprobar el año, por una sola materia.
En su mente, cargada de signos numéricos, sólo le queda un goce: el recuerdo de su “Lisa”, pero lo atormentan los celos. Imagina a Carlos Arturo, a “El Ñato” y a Horacio, entregándole dádivas. Los ve hacer rondas y juegos cogidos de la mano, y piensa en tantos otros envidiosos de la cuadra, diciéndole mentiras para distanciarlos. Llega al fin el día de regresar a Rinconsanto. A su amada le lleva de regalo un osito de peluche y una chocolatina grande, regalos de su tío y abuelos, por haberse aprendido, aunque con muchas luchas, las cuatro operaciones matemáticas, no obstante estar todavía un poco flojo en quebrados.
Volver a Casa
Palidez y náuseas agobian a “Nachito ”’. Está mareado. Todo su contenido estomacal se le viene a caudales. No alcanza a arrojarlo por la ventanilla del vehículo sino sobre la ruana del pasajero contiguo. Siete son las horas del viaje por tortuosa carretera sin pavimento, en la dura banca y sobre el escaso amortiguamiento de un camión de escalera. En las proximidades a su destino siente mejoría, y aunque todavía un poco aletargado, se deleita con el paisaje salpicado de un color plata, dado por los yarumos, con el ganado pastando y con los arreboles del cielo al atardecer.
Recibe el pueblo del sol las últimas luces y de las nubes las primeras gotas de lluvia, cuando “Nachito” llega a Rinconsanto. Apenas asoma a “La Calle del Negro Parra” dirige su mirada a la casa del frente, observa sus puertas y ventanas extrañamente cerradas. Siente deseos de correr y tocar, pero su progenitora lo entra de la mano.
El malestar del mareo, que le subsiste aún, y su madre, que lo empijama, pronto lo llevan a la cama. Pero antes guarda los regalitos para “Lisa” en su puesto del escaparate; los oculta en un saco de lana viejo. No obstante lo cansado y enfermizo, duerme poco. Pasa la noche pensando en el momento del encuentro con su bella dama. Siente emanar de su interior, el cariño con que le entregará los obsequios.
Su mente desvelada configura un plan: ‘mañana me pondré la chaqueta, el pantalón y los zapatos nuevos. Luciré elegante ante “Lisa” y mis rivales se morirán de envidia. La neblina se posa toda la noche sobre el pueblo como buscando el calor de la gente. En la madrugada se levanta aperezada dejando retazos sobre las techumbres, para luego dispersarse por los picos de las montañas, hasta hacerse invisible. A media mañana, ese lunes en Rinconsanto se torna henchido de esplendor.
Mientras camina deprisa (al igual que los latidos de su corazón) en lo alto de la torre de la iglesia, la campana del reloj anuncia con diez lentos toques la hora de la mañana. A muchos ruegos y compromisos se tiene que someter nuestro amigo, para que su madre acceda a dejarle lucir su atuendo nuevo. Ser más obediente, no perder la habilitación, cuidar más la ropa y no irse sin permiso para la cancha del Seminario, figuran entre las muchas promesas.
Las puertas de la calle, de dos alas, y los ventanales maderables de las casas de Rinconsanto ,suelen permanecer abiertas durante el día. Sólo el contra portón, situado después del zaguán, permanece cerrado. Antes de salir se asoma por un postigo. Las puertas y ventanas de la casa roja del frente, están cerradas, sin embargo, ningún sentimiento negativo lo sobrecoge.
Da tres golpes suaves, nadie abre. Una señora de manto y camándula que atina a pasar le dice: “Ahí ya no vive nadie”. Ignora estas palabras y con nuevas fuerzas golpea de nuevo la puerta; tampoco encuentra respuesta. Se inclina, entonces, y por una hendidura, de buen tamaño que hay entre la base de la puerta y el piso, grita :¡“Lisa”!, ¡“Lisa”!, ¡“Lisa”!
- Elisa Luz ya no vive ahí - dicen en coro Carlos Arturo, “El Ñato” y Horacio, en repentina aparición.
- ¿Dónde vive? Pregunta con la esperanza de que se pasó para otra casa cercana.
- Se fue muy lejos, a vivir a otra ciudad - responde Carlos Arturo con tono despreocupado.
- Y esta casa está embargada - dice seguidamente “El Ñato” con acentuada
voz de negociante.
- Se fue hace dos días - agrega Horacio con su voz de tarro.
El Regreso
Es sábado en la tarde. La cuadra es una fiesta. Decenas de niños con griterías y retozos dan acción a sus juegos y manifiestan su estado de la vida. Aldemar Ignacio, ya treintón, experimenta la nostalgia de los tiempos idos de sus niñez.
Ahí está el hombre sentado en el mismo murito de la esquina donde se reunía con Elisa Luz, con Carlos Arturo, con Horacio, con “El Ñato” y demás muchachada de la cuadra. Después de veinte años ha regresado a “La Calle del Negro Parra”. Siente renacer a un alba de inocencia. La nostalgia anega sus ojos. El progreso ha demolido la casa del frente para darle espacio a un parqueadero. Ya no danzan las melenas colgadas de las macetas florecidas en los seis balcones de la casa del terrible “Sacamuelas”. La casona fue derribada como su memoria. En su lote fértil en enredaderas y babosas, se levanta un moderno edificio de apartamentos.
Con dos pequeñas puertas (ya son dos casas) y sus ventanas de siempre, luce la que fue su vivienda de infancia. Frentes con mosaicos y revoques que desentonan con el estilo de puertas y ventanas, es el estado de las que fueron las casas de sus amigos, pero lo más triste: sus moradores son otros.
Sólo una casa permanece igual al registro de su memoria: la tapia blanqueada caracteriza el frente de la casa. Tiene un alero, de donde se agarran varios cables eléctricos. A la puerta, de dos alas, la adornan arabescos tallados. De sus tres ventanas, sobresalen sus maderas torneadas. Los pisos de las piezas y corredores son de tabla. No tiene solar, pero si dos patios, donde florecen jazmines, begonias y otras flores.
Un chiquillo de cara salpicada de pecas, con la ropa mugrienta a la altura de codos y rodillas y con pistola de juguete en mano le confirma sus sospechas. ‘sí, en esa casa (la del color antiguo) vive una viejita que se llama la señorita Consuelo’. Luego, el pequeño corre tras una niña apuntándole con su arma e imitando con su menuda voz , el sonido de los disparos.
Un Reencuentro
Camina por el zaguán hasta el contra portón. Siente un aroma de flores. La fragancia le da “Enter” al disco duro de sus recuerdos. Rememora que tal aroma proviene de tres jazmines sembrados en el patio de la casa desde la época del general Leonardo Palacio Isaza, abuelo paterno de la señorita Consuelo. A través del calado de madera del contra portón, Aldemar Ignacio, observa el jardín del patio colmado de bifloras, begonias, novios, cartuchos, hortensias y de jazmines, de oloroso aroma.
Los sentidos de la visión y el olfato lo transportan por un instante a su niñez: llevado de la mano de su madre, siente llegar de visita al lugar, saborea en su paladar el chocolate espumoso y los panecillos ofrecidos por la anfitriona. Juega rondas y carreras con sus amigos. Luego, en una “pelea” Carlos Arturo, sin dejar el vicio de hurgarse la nariz con los dedos, alega y alega; “El Ñato” de pantalones cortos, lanza patadas contra Horacio; y éste, más amarillo y cumbambón que nunca, grita: “Yo no fui”. Percibe la manita de “Lisa” entre la suya para alejarse juntos de la “pelea”, más allá de la cuadra.
La realidad lo sobrecoge. Da tres toques suaves al contra portón. Nadie parece escuchar. Toca de nuevo, más recio. Una anciana de anteojos, quien sujeta un bordado en sus manos, se acerca seguida de un gato blanco que salta estirando una cola más larga que su cuerpo:
-¿ Quién es? - pregunta con tono apagado la mujer.
-Soy Aldemar Ignacio, el hijo de Rodrigo Sierra y Hortencia Londoño -responde el hombre.
Ayudada de los lentes gruesos de sus gafas, la mujer lo observa inquisitivamente a través del calado de la puerta. Trata de abrir, se arrepiente, lo observa de nuevo. Al fin una campanilla anuncia la apertura del contra portón.
-¡Pero si eres “Nachito”! - clama la anciana con asombro. El gato corre como espantado, mientras del fondo de la casa aparece una adolescente, de cabellos candelos y desmelenados, nariz larga y tez blanca impregnada de pecas, quien mira al forastero con curiosidad. Regresa y desaparece en el mismo fondo de donde apareció.
Aldemar Ignacio y la señorita Consuelo dirígense a la sala atravesando el corredor y el patio impregnados de una fragancia boscosa donde prepondera el aroma de jazmín. ‘Pasa de los setenta’, cavila el visitante. Es tal vez su voz más ronca, su rostro más ajado y sus movimientos más lentos, pero no aparenta esos años. Inconscientemente coteja la figura actual de la señorita con la conservada en los depósitos de su memoria.
La mujer se quita los anteojos y ahí está casi la misma: su extendida nariz le disimula un proyecto de bigote, su cabello ondulado y corto, los ojos profundos, (donde no se distingue su color) su voz grave muy masculina, sus ademanes no muy suaves, y su indefectible indumentaria: falda larga de prenses, mocasines, blusas de colores vivos y botonadas hasta el cuello y su suéter de lana de ovejo con bolsillos laterales, donde suele llevar las manos para protegerlas del frío.
La sala de siempre: cuatro sillones forrados con terciopelo multicolor, sobre una ya raída alfombra roja; una mesa de centro caoba y sobre ella una figura alada en porcelana; un cenicero de cristal y un perrito de cerámica.
Las paredes conservan aún el papel de colgadura, pero algo desprendido y roto, En la pared del frente el consuetudinario cuadro del Corazón de Jesús. Los ojos de su imagen gigante son tan reales que parecen inquirirle algo a quien los mira. Junto a la base del marco, sobre una repisita, una veladora de llamita estática rinde tributo a la sagrada figura.
En la pared izquierda permanecen aún dos retratos con marcos en madera de aspecto nostálgico, dado por su antigüedad. En uno aparece el rostro cachetón y mal encarado del general de la Guerra de los Mil Días Leonardo Palacio Isaza, quien murió a principios del siglo XX de colerín calambroso; el otro muestra una mujer de cabello corto y crespo, algo varonil, con ojos saltones y la misma nariz y sombra bigotal de la dueña de la casa. Corresponde a la figura de doña Genivera Betsabé Jaramillo de Palacio, quien murió dos años después de haber dado a luz a la señorita Consuelo, a causa de una infección provocada por una nigua mal sacada. Fueron historias referidas a Aldemar Ignacio por su madre, quien las rememora con claridad al encontrarse de nuevo con las fotos.
La antigua empleada de la oficina de correos se acomoda en el sillón con su singular carrizo, aspira y lanza el humo del cigarrillo arqueando los labios como en los días, ya lejanos, en que “Nachito “y su madre la visitaban. La larga visita apenas comienza.
-¿ Recuerdas, “Nachito”, a Virgelina, mi antigua empleada, pregunta la anfitriona a su visitante.
- Sí, responde Aldemar Ignacio.
- La jovencita que acabas de ver es su hija, Virgelina se casó con Emiliano y vive en la vereda “Cañaveral”. Tiene otros cuatro hijos. Lina es la mayor, pronto cumplirá los quince, ahora estudia y me ayuda acá en la casa.
Muy humana, tal vez demasiado humana, llega a ser la conversación. Los verbos se conjugan principalmente en pasado acompañados de sus respectivas impresiones y sentimientos. Recurren a superlativos para poder expresar muchas realidades e hilvanan las historias descosidas por ausencias y distancias. Es como proyectar un filme extraviado veinte años en un cuarto de San Alejo.
Con su imagen sagrada, sus retratos viejos, su papel de colgadura desprendido y la antigüedad de los sillones de terciopelo y la raída alfombra roja, la estancia sirve de teatro, de sala de proyección. Allí se instala la “pantalla gigante”. Configuradas en rayos de nostalgias, toman vida en sepia, en blanco y negro y en color, una secuencia de pequeñas historias:
II. CUATRO PELÍCULAS
Disparos en la Noche
Es un sitio desvelado en las afueras de un pueblo neblinoso. Algunos cafetines y ventorrillos esperan con bebidas calientes y fritangas a los viajeros nocturnos. La noche serena y fría va más allá de las doce. Sólo hay un carro estacionado. En su interior conversa una pareja.
Es un Dodge Dart azul modelado en los años setenta, con placas particulares, pero con servicio de taxi. Llega un bus, descienden varios pasajeros, uno desocupa la vejiga en una de las llantas traseras del carro de la pareja. Hecho un energúmeno el dueño lo increpa. El miccionador ebrio y de sicarial aspecto, desenfunda un arma, suenan tres disparos, el hombre cae exangüe.
En trance de abandonar la vida es conducido a un centro asistencial. En borbotones la sangre cae sobre el regazo de su esposa. Con agónica mirada le entrega la postrer despedida. “El Ñato” ha muerto.
En la alta noche una lamparilla, cerca al icono de un santo, le da tenue claridad a la alcoba, donde plácidas duermen dos criaturas: un niño de pocos meses y una niña de cuatro años. Entre fríos y lluvias aclara el día y una madre con quejidos de dolor y llanto interrumpe el profundo sueño de sus frágiles criaturas.
Al que madruga
El polvo amarillento del suelo que impregna los frentes baharecudos de las casas y sus techumbres de paja y zinc le dan al lugar un aspecto pálido, de moribundo. En su quietud de pereza y calor, algunos niños, ancianos y unos pocos perros de costillar brotado, no evitan el hondo peso de un sentimiento de soledad y silencio. En su irregularidad tortuosa, las calles, con sus habitantes famélicos, dan al pueblo una sensación de desesperanza.
No hay nubes en el cielo y el calor aletarga con pereza dolorosa a todo cuanto existe. Dos forasteras llegan y preguntan a la autoridad por la tumba de su duelo. Doña Susana y Amalia han llegado de un pueblo muy lejano, faldudo y frío a otro de pocas pendientes y seco de calor y angustia. Buscan los restos mortales de pariente amado.
Se adentran por la profundidad de una calle. Al fondo sigue un camino labrado por pisadas de viudas, huérfanos y cargadores de ataúdes. Conduce al campo santo. Por falta de viento, el follaje de las palmeras del camino permanece quieto y mudo y parecen adormecidas como casi todo el caserío. Es un cementerio donde los durmientes eternos ocupan con sus esqueletos putrefactos una necrópolis con dos “barrios”, porque, de acuerdo con su posición económica o social, es el último lugar que ocupa en este mundo la carne corroída de los difuntos aferrada a la dureza de sus huesos.
Son dos secciones: La de los ricos y la de los pobres. Las separa un extenso predio cenagoso y de gran pastizal donde se alimentan varios semovientes y donde en la verdosidad del pasto, medio se ocultan pedazos de ataúd y otros desechos cementeriales, como restos humanos, mortajas, cruces de hierro y retazos de bóvedas. El pórtico es un arco de cemento que muestra los hierros que lo sostienen, como los cuerpos inertes muestran sus osamentas cuando las carnes se deshacen. Al frente, en una especie de montículo, hay una capillita con ventanales de un falso gótico, con los vidrios rotos como las entrañas de los cadáveres putrefactos, donde anidan aves negras, como aquellos abrigan gusanos.
En las primeras tumbas, (las de los ricos) el blanquimento, las flores y las lápidas de metal con imágenes sagradas en alto relieve, al igual que el nombre del finado, disimulan el caos interior. Especies nativas de árboles frondosos dejan caer sus hojas sobre el prado cuidado con algún esmero. La sección de los que en vida se les recostó demasiado la pobreza - como suele hacerlo a gran parte del género humano- es de desconsuelo como seguramente fue la existencia de quienes la ocupan. Las tumbas, en su mayoría, son simples brechas abiertas sobre esa palidez amarilla de la tierra del lugar, tan semejante a la de los rostros humanos cuando abandonan la vida.
Hay flores pero de aquellas silvestres que adornan las malezas, y las pocas bóvedas presentan líquenes y rastros de humedades. En algunas, mal clausuradas, pueden verse cráneos y fémures. En muchas, no se sabe quién es el inhumado, pues carecen de datos. Hay otras tumbas donde la letra burda sobre el ladrillo que las cierra, devela el nombre del difunto y su fecha de llegada y de partida del mundo de los vivos.
La única nota atractiva de este acostadero de muertos la constituyen las centenares de cruces blancuzcas que señalan los sarcófagos del suelo, testimoniando cómo se vuelven los cristianos mortecina y polvo. A lo lejos, las cruces dan una configuración digna del lente de una cámara, cargada por un fotógrafo a quien le encante retratar la miseria, porque ésta siempre es fotogénica.
Doña Susana cavila: ‘Mi hijo seguramente debe estar en las tumbas del suelo’. El inspector, un hombre largucho de gruesos anteojos y sombrero alón, con su acento llanero y su índice derecho le señala el lugar. Contrario a lo que pensó la madre, el cadáver de su hijo amado yace en una bóveda alta. En letras negras, escritas, al parecer, por un pulso no muy firme sobre el ladrillo que cierra la tumba, las forasteras leen: Horacio Gutiérrez, abril 1 de 1980.
A Horacio nunca se le perdió esa palidez amarilla fijada en su rostro desde la ictericia que lo aquejó en su infancia. Una madrugada de finales de un marzo se despidió con un beso de su progenitora. Se enrumbó a otras tierras, a los orientales llanos. Abrigaba la esperanza de encontrar nuevos horizontes y también quizá una novia con quién casarse. Iba en la primera banca del bus y, a su lado, un niño llanero de ocho años, El vehículo, por esquivar un carrotanque que se salió de su vía, cayó en una pequeña hondonada. Hubo muchos heridos; muertos, sólo los dos de la primera banca.
Morir en soledad
No se sabe por qué ha caído en tal depresión. Sólo Encarnación Mena, enfermera regordeta y lenguaraz, manifiesta saber cuál es la causa de tanta desdicha de ese ser, pero no afloja secreto. El hombre se observa triste, retraído y más sólo que nunca. Se encierra a beber ron días enteros con sus noches. Poco abre la puerta, escúchansele sollozos y soliloquios. Amanda Bohórquez, dueña de la pensión, preocupada por el estado del joven, le toca la puerta, grita que lo dejen en paz.
Es un pueblo del Chocó, así como todos los pueblos de esta región de Colombia: casuchas de miseria en madera y paja y zinc, río adyacente, una iglesia y una alcaldía desvencijadas, calles polvorientas o pantanosas, según la época del año, por donde apenas se mueven amodorrados por el sofoco los nativos de piel oscura, pelo apretado y jeta estirada.
Han pasado dos días. No se le escuchan ni los murmullos ni los sollozos. Allí llegó el muchacho como empleado de la Registraduría Nacional del Estado Civil. Lleva un año. Las morenas suspiran por él. Es de piel y cabellos claros, ojos negros con mirada penetrante, contextura gruesa y buen porte. Es como un adonis en el destierro. Lo importante es que lo que se siente allí no puede serlo en otra parte. Es un ser extraño y como extraño lo rodean, lo asedian. Él se da a la gente, muchas amantes pasan por su lecho.
Lentamente se le va apagando la mirada al hombre. Su locuacidad se transforma en mutismo y su carácter extrovertido llega hasta la misantropía. Ya nadie lo busca, ya nadie lo visita, ya nadie lo quiere. Se encierra, no vuelve ni al trabajo. Dicen que una negra le dio un bebedizo con menstruación, telarañas, tripas de sapo y de gallinazo y otras porquerías. Habla incoherencias, llora a gritos, otras veces ríe a carcajadas, como poseído por un demonio. Amanda le lleva curanderos que le dan tomas como antídoto al hechizo, pero el hombre continúa en sus desvaríos.
Mientras la negritud celebra con ron, pólvora y fandango la caída del año viejo a los abismos del siglo, “el enyerbado”, como lo llaman, pasa tranquilo en su cuarto, ya no bebe. Amanda le ofrece caldo y muslo de pisco que apenas prueba. El calendario marca el 31 de diciembre de 1982.
Cuando la familia se da cuenta de su situación, corren a su encuentro. El dos de enero llegan doña Maruja, la madre (don Evergistro, el padre murió hace tres años) y los dos hermanos: Tulio y Carolina. Encuentran la puerta trancada, llaman y llaman, nadie responde. Con un mal presentimiento se ven en la obligación de forzar la puerta. Encarnación Mena suelta el secreto “no sólo el bebedizo de la negra Purificación le trastornó el cerebro, sino que también le contagió gonococos y estafilococos que hicieron de su gentilidad un caos. En su favor poco pudieron hacer las penicilinas y los antibióticos.
A Carlos Arturo su familia lo encuentra tendido boca-arriba con las manos apoyadas contra el vientre, los ojos abiertos. Sus labios resecos, algo entreabiertos, dejan visibles los dientes dando expresión a una cierta sonrisa. Todo su rostro encarna un gesto extraño, como de dolor de agonía y, a la vez, de dicha por verse liberado del tormento en que se convirtió su existencia.
Hoy en su tumba del cementerio de Rinconsanto se lee: Carlos Arturo Medina Trujillo junio 12 de 1958, enero 2 de 1982, recuerdo de su madre y hermanos.
Beodez
En el film se traslucen goterillas. Caen continuamente sobre un objeto blando y oscuro que le hacen mella. Luego son goteras, chorros. Es un caudal etílico sobre el órgano hepático. Torbellinos, náuseas, delirios, descontrol, angustia, dolor, parálisis. El ser se desfigura, trastabilla, otros alrededor gimen, ruegan, se lamentan, ya son lágrimas las que forman caudales. El hígado se deshace, sólo queda un ripio cirrrósico. Llega el fin. 45 años, bigote y gafas, padre de familia.
Nombre: Rodrigo Sierra Lopera
Viuda: Hortensia Londoño
Huérfanos: Mabel Lucía, Gabriel Jaime, Rodrigo José, Aldemar Ignacio.
Es un tenue firmamento de opalina luz. Aumenta la claridad, se hace más intensa: el fondo es un plácido azul. Se opaca un poco, comienza a tornarse oscuro, más oscuro, titilan algunos luceros y desaparecen. Todo es negrura, oscuridad profunda. Comienza a translucirse una débil claridad: es el tiempo en su inexorable transcurrir.
Caen de nuevo goterillas etílicas, goterones humedecen y penetran el oscuro y blando hígado. Además, un humo narcótico con sensaciones confusas asesina neuronas. Brracheras, delirios, descontrol entuertos, peleas, angustias, hospitales, lágrimas. Calmas momentáneas... crápulas, delirios, dolores, fracturas, hospitales, llantos, penas y pobreza.
La noche está lluviosa. Le ruegan, le dicen y le vuelven a decir. Insulta, manotea. La velocidad llega al vértigo, está obnubilado. La moto se eleva, se eleva, cae. La masa encefálica se esparce sobre el pavimento húmedo.
Nombre: Rodrigo José Sierra Londoño
Edad: 23 años
Madre: Hortencia
Hermanos: Mabel Lucía, Gabriel Jaime y Aldemar Ignacio
Plomo del cartel
Se conocieron en la universidad. Él, estudiante de derecho, ella de sicología. Cinco años duró el noviazgo. Llevan tres de casados con el fruto de un bebé de dos años y otro en camino. Como esposo es modelo, como hijo es el orgullo de su madre.
El plomo veloz penetra por el hombro, llega hasta el cuello. El hombre cae de bruces. Borbotones escarlatas manan de la aorta. En litros, la sangre oscurece el cemento gris de la acera del Palacio de Justicia. La palidez llega al rostro y la vida abandona el cuerpo.
Profesión: juez
Edad: 33 años
Estado civil: casado
Móviles del crimen: un proceso contra el Cartel
Nombre: Gabriel Jaime Sierra Londoño
Madre: Hortencia
Hermanos: Mabel Lucía y Aldemar
Una mujer
La mujer se está transfigurando. En quejumbrosos sonidos su mente se pierde en desvaríos, se aleja de la realidad, se niega a vivir. La vida es el dolor. Inconsciencias momentáneas la alejan del tormento, pero vuelve a la crudeza de la realidad lacerante. Con cortes de venas e ingestión de insecticidas y pastillas manifiesta su rechazo a la existencia. La vida se le ensaña cual verdugo que se deleita con su víctima exangüe.
Alguna vez la atacó el amor, sintió amar y ser amada. A los 17 años el amor la acecha y la conduce a los brazos de un hombre de figura obesa, mayor que ella. Es el amante que le punza los senos, los glúteos y el pubis con agujas, y los muerde como un perro. Le hace el amor mientras le desgarra la espalda a uñadas. Siente el placer dentro del desplacer, suyo es el sadomasoquismo.
El monstruo sólo la abandona cuando en huesos en formación comienza a crecerle el vientre. Son nueve meses de náuseas y llanto. Una noche de abril y un día antes de su cumpleaños número veinte, en medio de fiebres, delirios y gemidos, da a luz.
Veinte días después muere la criatura. Rara deficiencia coronaria reporta la ciencia médica. Gracias a Dios, dicen muchos. El bebé nació colmado de moretones. Su cabeza no da la sensación de una figura redonda u ovalada, sino que se acerca más a las líneas rectas de un cuadrado. El labio leporino le cercena, además, parte de una fosa nasal; aunque en tamaño y forma, sus extremidades son de aspecto normal.
Con la criatura se le recrudece la demencia. La locura se le intensifica cuando ésta muere. El desvarío envuelve la mujer. Ya poco razona, razonar es sentir la realidad de su existencia, dolor que no soporta. Se pierde en la sinrazón y la incoherencia, se niega a la vida y se va desvaneciendo de no comer, de no amar, de no caminar, de no hacer nada.
Sólo en gritos lastimeros y en forcejeos para no recibir alimentos, emplea sus pocas fuerzas. La piel se le aferra a los huesos y la palidez la hace casi transparente. Un insecticida no la libera de la vida pero si le tumba el cabello, y un lanzamiento vertical por unas gradas, no la premia con el descanso eterno, sino que le deja un párpado caído.
El sanatorio es su mayor locura. Sus vecinos de desvaríos la desquician más. Las drogas y choques eléctricos, dan término a sus ya pocas neuronas. Ha cumplido treinta años y no es más que un despojo existencial, donde la vida se le ensaña con sevicia.
Una mañana de mayo amanece lúcida. Pregunta por sus seres queridos. La madre, en su senectud, llega y le acaricia sus pocos cabellos deshilachados, mientras llora ocultando su rostro. La hija la abraza y se le recuesta en su pecho. Se adormecen en el silencio del dolor.
- Ya te encuentras mucho mejor, pronto volverás a casa, le dice la madre imprimiéndole ternura a su acento.
Mabel Lucía le entrega una mirada que abriga una porción de alegría, expresada en los labios que tratan de configurar una sonrisa. Ríe. Hacía mucho que no reía. La risa pronto se trasforma en llanto, sólo es un alarido lúgubre. Como lluvia torrencial, en sus rostros caen las lágrimas.
Pocas mañanas después, último día de mayo, la mujer experimenta una liberación, flota con placer por encima de la región de orates. Ve su cuerpo allá lejano, quedo y sin dolor sobre ese catre del sanatorio terrenal. Por primera vez experimenta dicha y plenitud. La vida le ha desclavado al fin sus garras.
Nombre: Mabel Lucía Sierra Londoño
Edad: 34 años
Madre: Hortencia
Hermano: Aldemar Ignacio
Laxitud
Es una anciana como todas las ancianas: canosa, temblorosa, arrugadita y de gafitas. Cansada de ver la muerte de sus seres queridos y de leer novenarios y oraciones con letra diminuta, sus ojos sufren un proceso de marchitamiento irreversible, poco ven ya. En su páncreas la gula cancerígena introduce el caos en sus células y se lo engulle con placer. Por su boca ya no pasa el alimento, su vientre es una hondonada. Los ojos se profundizan, el rostro se chupa, el dolor la seca.
En sus extremidades la piel agrietada y escamada, cae en pliegues sobre la blandura descalcificada de los huesos, que se evidencian, al igual que la crudeza de la muerte. La horizontalidad permanente le desgarra la piel de lo que queda de sus carnes glúteas, que en herida supuran. Como una radiografía la columna enseña cada vértebra.
Tarda en llegar la gloria eterna a que tanto aspira. Rezos, plegarias, alabanzas y veladoras suplican. La parca no aparece. La languidez la torna casi invisible, como si el dolor fuera el único que yace sobre el lecho. Varios días lleva sin lamentos. Sólo respira. Las venas desaparecen como si se hubieran trasladado a la médula de los huesos. No queda donde inyectarle el suero alimenticio. Es una moribunda que anhela su predio celestial o, siquiera, un dormir perpetuo, que la libere del suplicio de la existencia.
Torturas de asfixia, tose, babea, blanquea los ojos, el pecho se agita, las piezas dentales se aprietan y crujen, desarticula palabras ininteligibles que apenas se escuchan. Contrae los dedos y se hiere con las uñas. El cáncer hastiado, en estallido como de kilotones, deja en partículas páncreas e hígado. El dolor llega a su máxima potencia, la inconsciencia lo atenúa. Aparece un túnel y por allí en descanso eterno se esfuma para siempre el ser. Ataúd, llanto, misa y bóveda.
Nombre: Hortensia Londoño Botero
Edad: 65 años
Huérfano: Aldemar Ignacio.
Tumba desconocida
Un trueno ensordece el vecindario y se lleva la luz hasta de las veladoras. El viento en huracán ruge como fiera. El cielo derrama sin misericordia todas las aguas de sus fuentes. Los niños lloran, las madres rezan. La tierra se estremece, las gargantas gritan. Como endebles espartillos, decenas de casas salen de sus cimientos y se arrastran tras toneladas de lodo y rocas.
Cuando murió el padre (don Antonio Ortega) quedaron desesperos y angustias en la familia de diez hijos, y a pesar de que deudas fue toda la herencia, no murieron las esperanzas. Los acreedores embargaron días antes del suicidio, de ahí se dedujo la causa. Con doble pena la del duelo y la de las deudas, la familia tuvo que abandonar a Rinconsanto. Cargada de carencias y dificultades recorrió varios lugares sin poderse arraigar en ninguno.
Los años atenuaron las cicatrices del duelo y de las deudas, pero no lograron sanar completamente las de la pobreza. Hambre no aguantaron, pero sí necesidades de vestuario, educación y techo propio. La Familia unida y solidaria continuó su lucha hasta que, de adobe en adobe y de esfuerzo en esfuerzo, construyeron la casa en una ladera de la ciudad capital.
El barrio Villa Fátima no era una invasión, como lo dijeron algunos medios de comunicación. Las casas carecían, sí, de lujos, pero no de los servicios públicos básicos ni de las respectivas escrituras. La desgracia, según investigaciones posteriores, la provocó una filtración de aguas en la bocatoma del acueducto. Los muertos pasaron de 30 y las casas sepultadas de diez, entre ellas la de la señora Ester Rodríguez viuda de Ortega, quien quedó atrapada bajo el alud de tierra con cuatro de sus hijos: Juan Gonzalo, Julio César, Nelson Alfonso y Elisa Luz. De los muchachos rescataron sus cadáveres, más de la madre y la hija no fue posible. Fueron siete los desaparecidos. El sitio, declarado camposanto, guarda aún sus huesos, como tumba desconocida.
“Lisa”
Ha concluido el filme, el resumen de 20 años de historias. Mientras al gato agita su cola y persigue una sabandija en el zaguán, Aldemar Ignacio y su antigua vecina, se palmotean los hombros, se estrechan en abrazo y se dicen adiós para siempre. La tarde palidece. Nubarrones oscuros opacan el cielo, las montañas, las techumbres y las calles de Rinconsanto. Cual manto gris de melancolía, las neblinas cubren todo el pueblo.
El hombre, embriagado de aroma de jazmín y de nostalgia, sale de la casa de la señorita Consuelo. Camina con lentitud por una de las aceras de “La Calle del Negro Parra”. Al momento de pasar frente a la casa donde su madre alumbró una nueva vida con su ser, la impetuosidad sonora de un trueno, lo hace estremecer.
La empinada vía recibe su caminar paso a paso, mientras por su rostro ruedan lágrimas. Llega a la esquina y observa a varios niños hacer rondas cogidos de la mano, y en el murito donde solía sentarse con “Lisa”, una parejita en medio de risas, juguetea y se abraza.
Antes de trastornar la esquina, vuelve la mirada instintivamente hacia el sitio donde estuvo la casa roja, la del frente. Cierra los ojos. Una mujercita sale de la puerta, va a su encuentro, y le dice: ¡Hola “Nachito!, mientras con sus ojos verdes le clava una mirada cargada de ternura y le estira sus manitas para ofrecerle ochuvas y pedazos de torta desharinada. Luego, en risas de carcajadas muestra unos dientecillos algo salidos y agita los crespos de su cabello que arremolinados, cae sobre sus hombros.
El hombre abre de nuevo los ojos. En esos instantes, se afloja la tempestad. En truenos y relámpagos se agita el cielo y sobre casas, calles y montañas escurre todas sus aguas. Cuentan que a Rinconsanto Aldemar Ignacio, no volvió jamás.
Luis Guillermo Peña R.
Yarumal, Ant, 1983
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